A manera de preámbulo, quiero referir dos eventos sobre los que volveré más adelante en el texto. Ambos están vinculados a la pandemia del Covid-19 en Colombia, país donde vivo y trabajo. El primer evento proviene del lugar donde me encuentro con mi familiapasando la cuarentena obligatoria por el virus, un pueblo de 25milhabitantes a tres horas de Bogotá. A los pocos días de llegar, me reencontré con Alejandro2,un amigo que no veía desde el tiempo en que estudiábamos juntos ciencia política en la Universidad Nacional de Colombia. Después de graduarse, mi amigo se embarcó en las lides de la política local en su pueblo de origen, pasando por múltiples cargos burocráticos y de elección popular. Actualmente es asesor de despacho del alcalde, razón por la que ha tenido que enfrentar la cotidianidad de la crisis generada por el virus. Lo más difícil de esta crisis, me contaba Alejandro, era convencer a las personas queviven en las veredas y barrios marginales a no salir de sus casas. Su explicación a este problema era sencilla: muy difícil, si no imposible, explicarle a gente que en el pasado ha visto cuerpos de conocidos y desconocidos flotar por los ríos3,que se quede encerrada a causa de un virus—decía mi amigo—, haciendo alusión a la dificultad de gobernar a un pueblo disciplinado por violencias lejanas y recientes.